Saturday, June 25, 2022

The Mask

 

I got pregnant for the first time when I was 21 years old.  I was not married, I had no job, and it was clear from the beginning that I was going to be a single parent.  As crazy as that might sound, I knew I wanted to have the baby.  I knew I could raise this child with love and purpose.  I started working and, by the time Luna was six, I had found love again.  The second time I became pregnant I was 28; this time, I was beside myself with happiness.  We bought a house, got married, and we took our time making a beautiful nursery for Lia.  The third time I got pregnant I was 41. I had a good job, a stable family, tons of support, except this time, I was not happy.  Everything about my body felt wrong.

 The year before, I had been hospitalized because of a blood clot in my lung, so now I had to inject daily blood thinners to prevent a reoccurrence during gestation.  Being over 40 meant going to a high-risk clinic. I was miserable.  I thought about having an abortion, but the weight of my upbringing made having to decide unbearable to me.  How could I be pro-choice and still feel that wanting an abortion, for myself, was wrong? I was consumed by guilt.

 I told some family and friends about the pregnancy in the hope that saying it out loud would make me feel acceptance.  But the truth is, sadness had come for me, and it would overtake me at the most inopportune times—like while I was watching t.v.  with my twelve-year-old or while driving to work.  I cried for days.

 On May 22, 2018, I started having really bad cramps and soon after I was bleeding.  The emergency room doctor told me I was having a miscarriage.  I was nine weeks pregnant.  The pregnancy ended as it had begun, unexpectedly.  Having a miscarriage is a very physical and emotional ordeal, and while I still had feelings of guilt for not wanting to be pregnant, I felt a great sense of peace with what happened.

 The decision to have an abortion can be excruciatingly painful to make. I have loved being a mom, at 42, I have spent most of my life raising my children.  Now I want time for myself. Is that selfish?   In spite of this, I had convinced myself that I would carry on, but it really wasn’t what I wanted.  The choice was not about loving a child; I already knew I could do that.  It was about listening to my needs.  I had denied myself the fundamental right to have agency over my body.

 What happens when precaution is not enough? Women are often held hostage to laws and preconceived ideas that dictate how we should react and feel.  This experience reminds me that speaking one’s truth takes courage and that it can be very painful to do.  But we must do it anyway.

 

The Mask

 

“Put your mask on first” says the flight attendant

And I think to myself: “You’ve never met my family.”

Duty is our reoccurring mission

 

I find myself in the middle of this empty kitchen

Pen in hand and a pot full of dreams simmering on the stove

Who wants to eat? I yell

And my girls’ steps shake the house awake

                                                                                                             

What’s for dinner? They ask

Hope. I reply                                                                                   

That they will never have to mask the way they feel inside.

 

 

Friday, July 5, 2013

Las Tenoras colectivo feminista

http://www.lastenoras.com/


http://www.as220.org/las-tenoras-mujeres-enlatadas-friday-february-18th/

Soñar café



Soñar Café

Estoy en una taza de café, las aguas negras y aromáticas intentan ahogarme.   Diviso un pedazo de pan como un iceberg en medio de la taza y nado hasta él.  Una gaviota comienza a picotear el pedazo de pan al que ahora me aferro. Vete! Vete a comer a otro lado! Pero no hace caso, picotea y picotea.  Me hace sangrar.  La tinta de mi sangre vuelve el café un negro más intenso, más espeso.  Una vara plateada, labrada con florecitas de las que crecen al pie de las carreteras, está sumergida hasta la mitad, no es muy larga pero su tallo alcanza el borde de la taza, creo que es una de las cucharas de la abuela.  Este debe ser el mejor camino para salir de aquí.  Mis manos sangrantes se aferran a las patas escamosas de la gaviota, esta se pone a chillar y aletea,  trata de picotearme las manos para que la suelte, pero no la suelto, después de todo ya estoy sangrando.  Le aprieto las patas y  se enfurece cada vez más, agita las alas, chilla, revolotea y en su desespero se acerca a la vara que antes divisé, le suelto las patas y me dejo caer.  Ella rápida se aleja de mí.  El impacto me sumerge en el café y como por arte de magia reboto a la superficie, hacia mi derecha la porcelana manchada de la taza forma figuritas marrones, grafitis indescifrables para mí, hacia el otro lado, y muy cerca de mí, la vara.  No me cuesta mucho alcanzarla.  Empiezo a subir por ella, pisando las florecitas plateadas, subo, subo, alcanzo el borde y me siento.  Desde ese lugar logro ver la sala de mi casa.  Me tiro del borde y caigo de pie, empiezo a sacudirme el café del cuerpo, las gotitas se esparcen por el piso como hormiguitas borrachas, húmedas.  Camino hasta la sala, veo  una palmera saliendo del centro de mi casa, rompiendo el techo de tejas y cubriendo las paredes exteriores. Gigantescas pencas de verde brillante, el sol atravesando  entre ellas, formando sombras en el piso desnivelado por las raíces gruesas.  El tallo, largísimo cubierto de asperezas, desde abajo, parecía llegar hasta el cielo.  La palmera parida de cocos que parecían bolas de baloncesto. Los muebles desnivelados por la raíces hacían de la sala una visión tridimensional. Mi abuela que estaba sentada en la mecedora reía a carcajadas.  Mi madre dormía, inexplicablemente.
En el centro de la casa mi amigo Leo apareció con una pala en la mano.  Me confesó que había sembrado la palmera aunque no pensaba que crecería tanto.  Le quité la pala y empecé a apalear la tierra, la pala se atascó, me puse de rodillas y   la tierra con las manos, pero mis manos no se ensuciaban, siempre limpias, mis uñas blanquísimas a pesar de la tierra.  De repente empezaron a brotar de la tierra esmeraldas, zafiros del azul más intenso, rubíes y cristales preciosos.  Mis ojos maravillados, mi boca entre abierta soltando suspiros incrédulos.  Me sentí tan viva, tan inmensa en la sala de mi niñez.   De repente todo empezó a temblar, los platos encima de la mesa, caían uno a uno al piso. La mata se hacía más grande con cada movimiento, temblaba la casa, el piso se cuarteaba cada vez más.  Los cocos  se abrieron, su agua fresca y olorosa empezó a inundar mi casa, ¡estaba lloviendo agua de coco!  Mi abuela se reía: Busca los galones muchacha, llénalos de agua, con esta bebemos por tres días.  
Los busqué,  guardamos tanta agua que no quedaron recipientes sin usar.  Usamos los calderos, los vasos de colores, las botellas vacías, los jarrones de cristal, los de plástico, las tinajas rojizas de barro, las tazas que sobrevivieron el temblor.  Estaba rica el agua, pero era tanta que inundó el resto de la casa.  En las habitaciones cubría todo el piso y subía lentamente por las patas de la cama, mojando el borde de la frazada.  En el armario ya había causado estragos, los zapatos estaban empapados, parecían botecitos navegando en un río  improvisado de dulce agua de coco.  Mis amigos cargaron a mi abuela que no se paraba de la mecedora por nada del mundo, se limitaba a reírse, a decir que nos bendecía el cielo con semejante regalo.  Mi madre dormía bajo la frazada mojada pero no despertaba y su cara estaba seca, linda, descansada.  El agua que le besaba el rostro le daba una apariencia juvenil, rosadita, pero no la mojaba. Era como un cristalito leve que le bordaba un brillo en los ojos, le aflojaba la mandíbula, pintándole un semblante relajado y hermoso.  Ah! Quien fuera mi madre, durmiendo tranquila entre este lío de agua y tazas de café.  Pero era yo y ahora tenía que averiguar cómo sacaría el agua de la casa.  De repente la lluvia se volvió un susurro que empezaba a desaparecer. 
El agua cubría todo como una manta cristalina y brillante.  Entonces tiré toallas al piso, formando un arco iris esponjoso que empezó a tragarse el agua.  Los colores oscurecieron frente a mis ojos. El piso quedó reluciente, como los espejos de un carnaval, improvisado bajo mis pies.  Mi madre dormía, mi abuela reía, mi amigo admiraba las piedras preciosas entre sus dedos.  La calma se apoderó del ambiente. Todo se notaba limpio, reluciente.  La palmera seguía en medio de la sala aunque ya no le quedaba ni un coco en la cabellera.  Todo estaba quieto.  Entonces me despedí de Rafael, le di un beso a mi abuela, me acosté en mi cama.  Desperté

RADIO ESL


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Pelo Bueno

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